En el centro de Madrid, una madre ve a su hijo hundirse en el océano incesantemente. Está en el exterior de la Basílica de Jesús de Medinaceli. El 4 de marzo, la colocaron allí con el objetivo de que todo el mundo la viera, de que todas las personas que pasaran por allí se detuvieran, la contemplaran y reflexionaran. Pero ahora, por esa milla de los museos ya no pasa nadie. Las calles están vacías. Es arte invisible.
Esa madre no está sola: junto a ella, otras 19 figuras abandonadas en un mar sin horizontes intentar visibilizar el sufrimiento de las personas migrantes. Son figuras grandes, pintadas sobre cartones de hasta 8 metros de altura. Por mor de la pandemia, hoy por hoy, son tan enormes como, en la práctica, inexistentes.
Hombres que con sus últimas fuerzas claman ayuda en medio una masa azul e infinita. Cadáveres a la deriva. Y un remolino impiadoso que lo engulle todo. El azar ha querido que estas imágenes se tornen tan invisibles a los ojos de nuestra sociedad como las personas migrantes que las inspiraron.
El proyecto Vórtices, de Iruña Cormenzana, llegó a la madrileña calle de Jesús poco antes de iniciarse el confinamiento, cruzándose por el camino con las personas sin hogar que eran llevadas a Ifema para su internamiento. Los plazos corren igualmente, y así las cosas la instalación no llegará a ver el final de la cuarentena.
Vórtices fue concebido como un proyecto efímero y ha acabado en nonato. Se ha vuelto paradoja: concebido para visibilizar ha acabado en invisible.
Esa madre y las otras 19 figuras penden todavía hoy de las paredes exteriores de la Basílica de Jesús de Medinaceli. Huelga decir que no recomendamos a nadie que vaya a verlas.